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by - miércoles, abril 25, 2018


Hace muchas semanas que no escribo nada. Creo que desde que llegué aquí. Siempre lo suelo hacer en la libretita desde la que se puede leer "follow your heart" en letras doradas, presidiendo una portada de cartón rosa. Pero ahora mismo, sentada en el sofá amarillo del salón, lo que tengo más a mano es mi portátil Toshiba, que aunque no te saluda con ninguna frase motivadora, hace su papel. Así que, cuando la necesidad de contar algo llama a la puerta -y la pereza por mover el culo e ir a por un boli y el dichoso cuaderno- todo medio es bueno para plasmar lo que se me pasa por la cabeza. 
Llevo casi dos meses viviendo en Italia, para los curiosos. Más concretamente, en la città di Palermo, al norte de Sicilia. Otro mundo. La razón por la que me he convertido temporalmente en isleña es una doble titulación de máster. Un 2x1 la mar de atractivo para los que en cierta manera tenemos titulitis y ganas de salir de casa tras haber estudiado un grado. No sé si volveré a España con el prometido segundo máster bajo el brazo, ya que como dice mi amiga Fra, "ratti na carmata". Es decir, que las cosas, con calma. Con tanta calma, que todavía ni he tocado un libro, ni he empezado con la tesis que defenderé en julio, pero está mereciendo la pena. Está mereciendo mucho la pena. 
Siguiendo la creencia determinista de que todo pasa por algo, llegar hasta aquí no ha podido ser fruto de la casualidad. A cada paso que doy, me identifico más y más con esta ciudad. Pasear por sus calles es algo insólito. Una relación de amor-odio. Un desastre en armonía. Una ruina, un camino hacia uno mismo. Palermo es un caos pero en bonito, un sentimiento de contrariedad. Un poco como yo misma. 
Por ejemplo, los habitantes de esta ciudad mantienen sus fachadas viejas, hasta el punto de que algunas de sus calles parecen verdaderos laberintos sin salida a la vida, y tengas que temer porque un balcón te caiga en la cabeza mientras caminas por una via principal. No obstante, los palermitanos cuidan hasta el más mínimo detalle de su interior. Las casas son, como aquí bien llaman, verdaderos "palazzo". Lo esencial es invisible a los ojos. Bastante metafórico. Sin tener que irme muy lejos, sin -literalmente- salir de casa, la nuestra, comúnmente alquilada a estudiantes erasmus, conserva una pintura de ángeles que bien podría pertenecer a una pequeña capilla en el techo del salón. El mismo salón donde bebemos vino barato y -a veces- bailamos a ritmo de reggaeton. Contradictorio. 
 Cuando aterricé en esta ciudad, pasear por ciertas zonas casi me aterraba, pero al mismo tiempo todo se transformaba cuando salía de una callecita y me topaba de frente con la fontana Pretoria, o piazza della Vergogna, o paseaba por via Maqueda hasta encontrarme embelesada en el medio de Quattro Canti. Y sentía que, en ese preciso momento, era ahí precisamente donde tenía que estar. Nel posto giusto. Y poco ha cambiado desde entonces. De hecho, hay muchas cosas que no han cambiado. Todavía no he conseguido comerme una pizza entera, se me sigue resistiendo hacer la cama nada más levantarme por las mañanas y no abandono algunas de mis manías, pero le estoy haciendo más caso a lo que dice la portada de mi libreta rosa. 

Ciao!

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